jueves, 20 de agosto de 2009

PROCRASTINAR

POR ROCÌO SILVA SANTIESTEBAN

No la busque en el diccionario de la RAE: la palabra que encabeza esta columna no existe según la academia. Claro, de que se usa, sin duda: es un anglicismo que algunos hispanohablantes de “habla culta” como diría Martha Hildebrandt, ergo, oficinistas, ejecutivos, secretarias, maestros universitarios y estudiantes, la usan muchas veces incluso sin entenderla. Procrastinar es simplemente dejar para mañana lo que puede hacer hoy. Posponer lo importante por lo urgente, dejar para más adelante lo desagradable. Procrastinar es patear para el día siguiente una acción que exige de nosotros un esfuerzo mayor que el usual. Postergar y postergar tareas. Evadir las responsabilidades que uno debe enfrentar aplazándolas indefectiblemente. Sospecho que de alguna manera procrastinar es huir.

En el último año me he convertido en una procrastinadora académica. Me explico: hay algunas tareas de investigación y de dictado de talleres que estoy pateando y pateando hacia delante, como cuando alguien se encuentra una piedrita en la calle, y cree absurdamente que en algún momento meterá un gol. Sé que debo afrontarlas, pero hay algo muy adentro de mí que me paraliza y no tiene que ver con responsabilidad, miedo a la chamba u ociosidad a los cuarenta, sino con una sensación indefinible de temor a no dar la talla. ¿Ese producto terminado realmente va a reflejar todo el esfuerzo que le he puesto?

La procrastinación como problema está vinculada directamente con la mala gestión del tiempo: creer que una actividad puede demorar unos 15 minutos, cuando en realidad es indispensable por lo menos una hora y media. A veces pienso que puedo escribir una ponencia durante un fin de semana cuando, en realidad, se requiere de mucho tiempo para ir madurando un tema incluyendo charlas de café, otros libros revisados de interés colateral, o conversaciones largas con amigos que nos alumbran hacia caminos escondidos. Procrastinar es también dejar algo para último minuto: el pago a la SUNAT, la entrega de aquel artículo, la corrección de exámenes. A esto se le denomina el “síndrome del estudiante” que pudiendo entregar con antelación lo hace un segundo antes de que se termine el tiempo.

Pero ¿qué sucede cuando la procrastinación no deviene en un acto personal sino estatal? A pesar de que los operadores del Estado sean seres humanos, las actividades en conjunto, bajo responsabilidad administrativa, no pueden ser procastinadas: no se trata de perjudicarse uno mismo por dejar las cosas a última hora, sino de permitir que por lenidad algunas personas no tengan condiciones mínimas de vida. Si la procrastinación humana es un síntoma de depresión, ¿la procrastinación estatal es un síntoma de corrupción?

Hace dos años que un terremoto remeció las conciencias de muchos peruanos, algunos voluntaristas se lanzaron a apoyar de inmediato y ayudaron en un primer momento. Pero pasada la urgencia, surgió lo importante: la reconstrucción de Pisco. Y esta tarea no puede estar simplemente en manos de la caridad: es un deber y una obligación del Estado. Se apostó por una gestión autoritaria y jerárquica (¿qué es un zar sino un dictador?) y lamentablemente no se obtuvo más que expectativas sin cumplir.

¿Qué hacer?, ¿en manos de quién poner la gestión y el dinero para evitar la inacción y la corrupción? No se me ocurre otra solución que ponerla en manos de las iglesias, en concreto, de la Conferencia Episcopal y al Concilio Nacional Evangélico, entre otras, y darles el apoyo imprescindible, la logística y el monitoreo para actuar rápido y de manera eficaz. Y quizás una visita del Presidente de la República sea un mínimo acto simbólico urgente.